Gabriela Buada Blondell / Caleidoscopio Humano . Opinión
29.10.2022 – El restablecimiento del paso entre los países comenzó de manera gradual desde el pasado 4 de octubre con el retiro de los contenedores en el puente Simón Bolívar, luego de que las autoridades del Norte de Santander y Venezuela se reunieron para definir las estrategias de la reapertura fronteriza, sin embargo, mucho se sabía de personas que hacían vida entre los dos países que siempre pasaron sin ningún inconveniente.
Hace una semana tuve que transitar el paso que comunica ambos países ya que debía asistir a un evento reprogramado a causa de ese anuncio que incluía el paso aéreo. Para quienes no saben los venezolanos que necesiten ir a Colombia por la razón que sea, el avión no es la mejor opción porque desde el Aeropuerto Internacional de Maiquetía debes volar dos horas hasta Panamá para hacer escala y luego tomar otro avión para llegar al aeropuerto de El Dorado en Bogotá. Un trayecto que, con las condiciones en las que están las aerolíneas, venezolanas, podría llevarse hasta 8 horas de viaje.
Ahora bien, para poder ir hasta Cúcuta desde Caracas puede ser menos engorroso que pasar tanto tiempo en los aeropuertos, también un poco más económico. Explico a continuación para ayudar y orientar a las personas que necesitan viajar, pero que no se atreven porque hay muchos mitos y leyendas de este paso que siempre ha existido, pero que Nicolás Maduro decidió cerrar en su totalidad en 2019. Esto último casi siempre se olvida.
En el aeropuerto de Santo Domingo
Llegamos al aeropuerto de Santo Domingo, ubicado en la localidad de San Lorenzo, capital de la parroquia Santo Domingo en el municipio Fernández Feo, el segundo en importancia del estado Táchira tras el Aeropuerto Internacional Juan Vicente Gómez. No se podía ocultar la emergencia humanitaria compleja, el recibimiento fue en un ambiente de confusión, las personas corrían detrás de un camión que llevaba las maletas. La gente gritaba en la única correa donde paseaban las maletas que descargaban de mano en mano de los propios pasajeros. No había luz y obviamente tampoco aire acondicionado.
Ya la flexibilidad de no usar el tapabocas se veía en ese espacio cerrado y pequeño con al menos 40 personas de todas las edades.
Luego de conseguir el equipaje de mi acompañante a quien no le dio tiempo de asustarse porque no lo encontraba con tanta confusión, nos esperaba un vehículo para llevarnos a pasar el puente. Un señor orgulloso de su origen andino enseñándonos hacía donde estaban los pueblos donde nacieron algunos expresidentes. También nos llevó a una panadería exquisita donde logramos comer algo rápido para aguantar el viaje de dos horas antes de llegar al puente.
En el paso de ida
Todo marchó maravilloso, sin retraso. No se me olvidaba el incidente de la luz y el aire en el aeropuerto de San Antonio, pero el trayecto en carretera de calles muy limpias como nunca se ven en Caracas y la buena plática y compañía sentía que todo iba mejor de lo que pensé y de lo que me contaba la gente cuando comentaba que debía ir a Cúcuta unos días para un evento de trabajo.
Llegamos a las calles que comunican con el puente. El amable señor y por lo visto también colega de lucha nos dijo que nos veríamos de regreso en el mismo lugar y que desde ese momento debíamos caminar. Entre mis acompañantes estaba una persona que pasaba con frecuencia, así que no había mucho problema en seguirla y escuchar sus instrucciones.
Ya acercándonos al puente comenzamos a ver a varios hombres jóvenes pidiendo cargar la maleta, rogando y hasta acosando a quiénes como mujeres íbamos caminando. Mi maleta no pesaba más de 5 kilos y era lo suficientemente cómoda. Seguimos con todo y el fastidio que recordaba tanto a los buenos tiempos navideños del Metro Mercado en Capitolio en Caracas y al llegar al punto de control de las autoridades colombianas solo me pidieron la cédula, me preguntaron a qué iba a Colombia y sin verificar ni mi carnet de vacunación que yo insistía en que lo vieran me dejaron pasar. Lo mismo sucedió con mis acompañantes de viaje.
En Cúcuta lo demás fue maravilloso. Amables taxistas, la comida deliciosa y muy económico todo. Cambiar dólares fue un sueño ya que en las casas de cambio no importaba si estaban viejitos, rayados o como sea. Los aceptaban sin tanto drama.
A pesar del miedo latente de los lugareños por el alza del dólar oficial diariamente, los precios de todo siguen siendo muchísimo más económicos que en Caracas.
La vuelta a Venezuela
El caos comenzó más temprano en el viaje de regreso, y es que cuando el taxista nos llevaba al mismo paso que había que transitar caminando de la nada brincaban al vehículo rodando los hombres que querían cargar nuestras maletas. La persona que ya viajaba constantemente y el chófer nos comentaron que eran venezolanos y que siempre lo hacían. “De hecho, antes era peor. No les importa si son atropellados. Lo único que les interesa es ganarse 8 mil pesos o 1 dólar”, eso nos dijo el conductor mientras que su copiloto se disculpaba por no advertirnos que esto ocurría con frecuencia.
Seguimos el camino de al menos 12 minutos hasta Venezuela, un poco apuradas porque al llegar nos esperaba nuestro amigo para llevarnos al aeropuerto y era una hora más de la que tiene Colombia. Caminamos con rapidez y ya con la experiencia anterior. Sin embargo, nuestra sorpresa fue que en el punto de autoridades venezolanas no nos pidieron ni la cédula, ni nos vieron, no nos preguntaron nada. La gente pasaba como Pedro por su casa. Solo paraban a muy pocas personas (2 o 3 jóvenes) que veían con bolsos o paquetes grandes. No pude indagar cuál era el procedimiento porque los llevaban retirados para revisarles los paquetes.
Al llegar a Venezuela la charla de las dos horas en la ruta hacia el aeropuerto fue aún más amena. Ya estaban los vínculos de confianza establecidos y por supuesto la planificación de volver de la misma forma y poder reencontrarnos con algunos familiares en Colombia. El terror se hizo presente cuando entramos al aeropuerto de Santo Domingo en Táchira y otra vez sin aire acondicionado, las largas filas para chequear y la revisión manual de las maletas a la entrada que obviamente retrasaban todo el proceso. A pesar de que me revisaron muy por encima se dieron cuenta que llevaba una caja pequeña de repelente en pastillas para las plagas que mi mamá no consigue en Caracas desde hace muchos años.
La persona que revisaba no quiso quitármelo de tanto escuchar mis ruegos, pero esto no fue posible. Sus supervisores le decían quítaselo y ponlo en la caja.
La pesadilla continuaba y con una sola comida en el estómago el anuncio del retraso de 2 horas del vuelo no se hizo esperar. Nos pasaron a otra sala sin ventilación, más pequeña y la espera ya era de más de 3 horas. La aerolínea anunciaba que con mostrar el ticket se podía solicitar un vaso de agua o de refresco. Al preguntar lo ocurrido las mismas trabajadoras de la agencia que repartían el agua en medio de gritos de los niños acalorados y personas mayores en la sala me comentaron que un pasajero se había desmayado y lo teníamos que esperar. Todo, un evidente cuento de camino porque el aeropuerto es muy pequeño y no había sala de atención médica o algo parecido. Una señora mayor en sillas de ruedas me veía seguramente pensando que la desmayada sería ella si no llegaba el avión.
Finalmente, logramos abordar. Me tocó compartir espacio con dos hombres muy jóvenes, con cara de cansados, pero también asustados. Uno de ellos me dijo que si quería cambiar de lugar ya que estaba en mi asiento asignado. Yo vi a Dios porque me tocaba el medio, lugar que detesto porque siempre me siento acalorada. Se lo comenté y nos reímos y abrimos un diálogo súper ameno hacia Caracas. Yo quería dormir, pero sus experiencias me mantuvieron despierta.
Uno de ellos era colombiano. Nos contaba que los perros lo olieron y los guardias del aeropuerto lo señalaron insinuando que llevaba algo ilegal encima, él contestaba que no y que lo revisaran. Sin embargo, los guardias insistieron en amenazar: “Esto se está poniendo feo y si te revisamos y llevas algo se va a poner peor”. Ya el muchacho estaba cansado porque en el paso por el puente también lo pararon los guardias venezolanos y al darse cuenta de que era colombiano (su corte de cabello al estilo Pedro el escamoso lo delataba), le robaron su celular.
Con voz quebrada me decía que lo que quería era llegar a Puerto Cabello para reencontrase con su hermana. Yo le ofrecí que al llegar a Caracas le prestaba mi teléfono para que la llamara. Él me respondió que justo cuando los perros comenzaron a olerlo una señora le había prestado el teléfono y logró avisar que iba saliendo el avión. También estaba preocupado porque hacía escala en dos horas y no sabía si la línea le respondería de manera positiva, aunque le aseguraron que sí. Era mucha la decepción en el trayecto para creer tan fácilmente.
El otro joven y con quien amablemente cambié de lugar resultó ser deportista profesional. Mucho más para conversar. Fue a Medellín a competir en bicicleta y representar a Venezuela. Su regreso e ida también fue traumático ya que su bicicleta va desarmada y debe acompañarle en todo el trayecto. Era imposible que nadie se percatara que llevaba un paquete grande.
“Al pasar por el puente me pararon funcionarios venezolanos. Al revisar y yo decirle que era deportista y que iba a competir por Venezuela me comentaron que debía pagar a los maleteros 30$ porque no podía pasar eso así. El maletero me aconsejó que pagara tranquilo que nadie lo iba a robar porque el que se comía la luz lo mataba el tren de Aragua”. Con todo esto, el joven deportista se decidió a pagar y seguir.
Agradecía con una sonrisa en la cara que no le pasó lo mismo al regresar a Venezuela, pero me contaba que le pasó algo similar sobre los perros de su compañero de viaje. Estaba seguro que les querían quitar dinero, pero ellos se mantuvieron firmes. Yo les comentaba que no me di cuenta de nada seguramente por el cansancio, el calor y la incomodidad de la larga espera sin las condiciones de prevención por Covid-19 en el aeropuerto.
Fueron muchas las cosas que supe del gremio deportivo por este joven. Intercambiamos contactos para hacer cosas buenas por el país. Me encantó ver su gallardía y entrega. También su sonrisa cada vez que me hablaba de por qué sigue en Venezuela. Coincidimos en todos los argumentos.
La pesadilla terminó y pude ver que no está bien el descontrol en este punto fronterizo, que la matraca se activa a dedo y que la discriminación también hace a algunos más vulnerables a tener que pagar vacuna para para poder pasar ya que los rasgos físicos, género, color de piel y hasta corte de cabello son características esenciales para que en estos viajes existan violaciones de derechos humanos.
Finalmente, lo que me hizo apurar a contar mi historia fue cuando este 27 de octubre y en medio de la jornada de los Diálogos Regionales Vinculantes en Cúcuta, el mandatario de los colombianos Gustavo Petro, cuestionó la reapertura de la frontera con Venezuela. “Esas trochas se cierran porque se cierran. Vamos a hacer cambios de este lado y vamos a solicitar cambios de ese lado”, dijo con la autoridad que ahora tiene.
Pero, no quiero terminar con este suceso mi relato, quiero resaltar que las mafias no solo están en las trochas, sino en todo lo que tiene que ver con la frontera colombo-venezolana.
Un paso tan fácil y sin controles, o controles discriminados se prestan para el contrabando de productos y víveres, para el paso de drogas, para las redes de trata y explotación, entre otras ilegalidades que siempre vulneran los derechos de muchísimas personas. Creo que el sr. Petro no sabe que la mafia sigue y que los que tienen poder viven de ellas.