Las mujeres y niñas que intentan obtener abortos legales frecuentemente sufren estigma, maltratos y revictimización.
(11-12-2021). El calvario de una niña de 11 años que quedó embarazada tras violaciones reiteradas por un familiar ha dado visibilidad, aunque fugazmente, a los enormes obstáculos que se interponen al acceso al aborto legal en Bolivia.
Tras semanas de difusión del caso en los medios locales y gracias a la intervención de la Defensoría del Pueblo, la niña finalmente pudo interrumpir su embarazo el 6 de noviembre. Desde entonces, el tema ha desaparecido de la discusión pública, como si se hubiera tratado de un caso excepcional.
Pero no lo es.
Las mujeres y niñas en Bolivia sufren índices alarmantes de violencia sexual. Si quedan embarazadas como resultado de una violación, la ley reconoce su derecho a abortar. La legislación boliviana prevé el aborto legal en casos en los que el embarazo es resultado de una violación o incesto, o cuando es necesario para proteger la vida o la salud de la persona embarazada. Sin embargo, las mujeres y niñas que intentan obtener abortos legales en dichas circunstancias frecuentemente sufren estigma, maltratos y revictimización. Las instituciones públicas están fallando drásticamente en brindarles el apoyo que necesitan.
Los datos de un estudio de la Defensoría del Pueblo de 2020 muestran profundas falencias en la protección de los derechos sexuales y reproductivos: el 90 % del personal sanitario entrevistado en 44 hospitales públicos no conocía las circunstancias en las cuales es legal practicar un aborto en Bolivia. El estudio también identificó otros obstáculos para acceder al aborto, incluyendo la falta de instalaciones y medicamentos adecuados. Además, el personal sanitario a menudo exige, incorrectamente, que las mujeres y niñas deben primero obtener una orden judicial, lo cual la legislación boliviana no contempla.
La Defensoría del Pueblo también ha denunciado que personal sanitario intenta disuadir a mujeres y niñas de interrumpir su embarazo. Negar o postergar el acceso al aborto seguro u obligar a una persona a seguir adelante con un embarazo contra su voluntad son actos de discriminación y violencia de género, y pueden constituir tortura conforme a los estándares internacionales.
El periplo vivido por la niña de 11 años ejemplifica el profundo sufrimiento y la revictimización que estos obstáculos pueden generar.
Inicialmente, la niña sintió “movimientos en su vientre que la asustaron” y se lo contó a una prima, según consta en registros oficiales que analizó Human Rights Watch. En su primera evaluación psicológica dijo, llorando: “Yo no quiero estar embarazada, quiero estudiar”.
El 22 de octubre, fue llevada a un hospital en la ciudad de Santa Cruz, donde los médicos le dieron una dosis de mifepristona, un medicamento que se utiliza para interrumpir el embarazo, según consta en los registros. Sin embargo, al día siguiente, la madre de la niña dijo a la Defensoría del Pueblo que, tras una visita de representantes de la Iglesia Católica, la niña había decidido seguir adelante con el embarazo.
En una junta médica a la cual asistieron los representantes de la Iglesia Católica, pero no la niña ni su madre, el personal sanitario decidió suspender el aborto, según la defensora del pueblo.
Al analizar la aparente decisión de la niña de continuar con el embarazo, un segundo informe psicológico, del 25 de octubre, indicó que “fue influenciada con opiniones direccionadas” y que el tipo de lenguaje y las palabras que había utilizado en la entrevista “no son propios de ella”. La niña repitió para la psicóloga la espantosa descripción del aborto que habían hecho los representantes eclesiásticos y le dijo: “Eso me dio miedo”. Tras su visita, firmó una declaración afirmando que deseaba seguir adelante con el embarazo. “Nos hicieron firmar no sé qué”, le dijo a la psicóloga. “Yo no dije nada”.
El hospital dio a la niña de alta para que fuera llevada a un albergue católico el 26 de octubre. El 2 de noviembre, en respuesta a una acción legal de la Defensoría del Pueblo, un tribunal en La Paz dispuso que la sacaran del albergue y que un equipo médico evaluara su situación. De regreso a un hospital, los médicos finalmente le practicaron un aborto seguro, con su consentimiento y el apoyo de su madre. Si nadie hubiera intervenido en su favor ante la justicia, probablemente todavía estaría en el albergue, forzada a seguir adelante con un embarazo no deseado que podría poner en peligro su vida.
Lamentablemente, el caso de esta niña no es una excepción.
Entre enero y abril de 2021, el Ministerio Público recibió denuncias de más de mil casos de violación sexual de niños y niñas. Es muy probable que la cifra sea mayor, dado que muchos casos no son denunciados.
La organización no gubernamental internacional Ipas calcula que casi 60.000 niñas y mujeres bolivianas tuvieron abortos ilegales en 2016, las cifras estimadas más recientes, mientras que datos oficiales muestran que los hospitales tan solo realizaron 62 abortos legales ese año. Eso indica que los obstáculos están forzando a mujeres y niñas a obtener abortos fuera del sistema de salud, con consecuencias potencialmente letales. El aborto inseguro es la tercera causa más común de mortalidad materna en Bolivia.
El gobierno boliviano ha pedido que se sancione a quienes violaron los derechos de la niña, incluidos funcionarios públicos. No cabe duda de que el caso amerita una investigación exhaustiva.
Pero eso no es suficiente.
El gobierno debe tomar medidas para despenalizar el aborto y asegurar que el sistema de salud esté preparado para brindar atención integral de salud sexual y reproductiva, incluyendo abortos seguros. Como mínimo, debería garantizar el acceso al aborto legal conforme al derecho vigente sin discriminación, estigma, influencia indebida o demoras innecesarias.
Nadie debería tener que vivir una pesadilla para interrumpir un embarazo.