Francisco González/Internacionalista/Líder emergente de MonitorDescaVe e Investigador de Caleidoscopio Humano
(08-04-2024) El eje transversal de las relaciones internacionales es, sin duda alguna, el respeto a la soberanía nacional de todos los Estados del mundo. Eso implica, a su vez, que todos los países están llamados a no intervenir en asuntos ajenos a los nacionales.
A pesar del principio de no-intervención, existen mecanismos que permiten intervenir, de manera diplomática o bélica, en conflictos de terceros países. Ejemplo de ello son los tratados multilaterales en materia de seguridad, como lo son el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Algo similar ocurre con las organizaciones internacionales, como las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos, que contienen importantes instrumentos de participación, presión e intervención en asuntos nacionales de los países que las integran.
De ello se desprende la posibilidad de aplicación de medidas sancionatorias de un país (o un grupo de países) sobre otro. Casos como el bloqueo de Estados Unidos de América a Cuba y a Irán son con frecuencia usados como ejemplo.
Ahora bien, las sanciones (y demás medidas punitivas) fungen en la teoría como instrumentos temporales de presión, que buscan cambiar una actitud adoptada por el gobierno de un determinado país.
Venezuela, sumergida en una emergencia humanitaria sin precedentes en el continente, ha sido foco de sanciones diplomáticas, económicas y políticas por diversos países y organizaciones. Dichas sanciones han sido poco –o nada– efectivas, hecho comprobable en que las circunstancias por las que fueron impuestas aún prevalecen, como la crisis de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales y la crisis migratoria.
Dicha crisis migratoria, producto de la emergencia mencionada, ha causado estragos en los países de acogida, en su mayoría latinoamericanos. Estos, con escasos recursos y poca capacidad de respuesta humanitaria, han desarrollado políticas “anti-venezolanos”, en un intento desesperado de frenar el flujo de migrantes, refugiados, desplazados y exiliados.
Las sanciones al empresariado venezolano, más allá de limitar la actividad de la golpeada industria venezolana, han fracasado en su intento de hacer virar la actitud del gobierno venezolano. Por el contrario, han sido usadas como sustento para justificar la crisis, en lugar de como instrumento para corregirla.
Solo en los países vecinos –Colombia, Panamá, Ecuador, Perú y Chile– hay cerca de cinco millones de venezolanos.
La comunidad internacional, ha optado por flexibilizar medidas punitivas, engrosar sus políticas migratorias y quebrar rutas de acceso directo a Venezuela. La diáspora venezolana se convierte en un “dolor de cabeza” para gobiernos que, a duras penas, pueden lidiar con su propia pobreza, sus crisis internas y su inestabilidad política.
La prevalencia del discurso sobre Venezuela en la comunidad internacional, que experimentó un auge histórico entre 2014 y 2019, ha desaparecido progresivamente desde el inicio de la pandemia.
El discurso de la “recuperación económica”, el dejar caer la responsabilidad de la crisis en las sanciones y la poca –o nula– alternancia de poder en el país han generado una sensación de fatiga en la comunidad internacional para con Venezuela.
La “Venezuela fatigue”, como se conoce internacionalmente, es un fenómeno que responde a la preocupante normalización de la crisis que experimenta el país, cuya cereza en el pastel podría ser el “triunfo” electoral del gobierno actual en las venideras elecciones presidenciales de 2024, que, además de terminar de hacer ver la crisis como “superada”, revestiría al Estado venezolano de la legitimidad que tanto anhela.