Fuente: La Vida de Nos. – El 1ro de junio de 2018, Diannet Blanco Prieto salió, con medidas cautelares, de El Helicoide, donde estuvo presa 1 año y 12 días, tras ser capturada por participar en protestas contra el régimen de Nicolás Maduro. El activismo en derechos humanos le dio un propósito para retomar su vida y la unió al trabajador humanitario Gabriel Blanco, con quien se casó. El 7 de julio de 2022, la policía se lo llevó preso, acusándolo de conspiración y asociación para delinquir.
Diannet Blanco despierta y extiende su mano derecha hacia el lugar vacío de la cama. En medio de la oscuridad, tantea buscando a Gabriel, su esposo. Es un acto reflejo que repite cuando, cada madrugada, se levanta creyendo que está allí a su lado. De repente, despierta por completo en su realidad: recuerda que él está preso. Entonces no puede contener el llanto. Ese vacío, la ausencia, hace que experimente unas ganas incontenibles de ir a verlo.
Pero hoy no le toca a ella, sino a su suegro. Como en la prisión donde está su esposo permiten visitas todos los días, sus familiares se turnan para llevarle comida y acompañarlo. Incluso la expareja de Gabriel, madre de su hijo adolescente, colabora en lo que puede.
Diannet se sienta en la cama y, para calmarse, reza una oración a san Pedro Apóstol. Es lunes, 8 de agosto de 2022: se cumplen 32 días de la detención de Gabriel Blanco, sindicalista y trabajador humanitario. Cada vez que va a visitarlo, se esfuerza para que él la vea bien. Hablan de las diligencias que ella ha hecho para resolver su caso; le repite las palabras de aliento que le envían sus compañeros de la Alianza Sindical. Eso le ha dado ánimos.
Diannet se preocupa porque siempre reciba visitas o alguna carta, porque sabe muy bien que lo peor que le puede pasar a alguien que está preso es sentirse olvidado.
También lo besa, le acaricia la cara y el pelo… gestos de afecto que, tras los barrotes de esa celda, son lo más parecido a la libertad.
Después de que se llevaron detenido a su esposo, la rutina de Diannet Blanco cambió por completo: se la pasa en ruedas de prensa, en reuniones con abogados, dando entrevistas a medios de comunicación o protestando frente a organismos del Estado exigiendo que se cumpla el debido proceso.
Siente que no puede darse por vencida.
Y hoy es otro día en que debe insistir hasta lograr que liberen a Gabriel.
Todo comenzó con la llamada telefónica de una vecina:
—¡Baja urgentemente, aquí hay unos funcionarios que quieren llevarse a tu esposo!
Diannet salió corriendo, en pijama, para saber qué pasaba. En la entrada del edificio vio a Gabriel discutiendo con dos hombres vestidos de civil. Cuando se acercó, ellos se identificaron como funcionarios de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim). También le dijeron que su esposo estaba siendo investigado y tenían que llevárselo para entrevistarlo.
—Ajá, ¿pero a esta hora? —preguntó.
Eran las 7:00 de la noche del jueves 6 de julio de 2022. Los vecinos que iban llegando comenzaron a congregarse alrededor de ellos. Algunos volvían del trabajo, otros bajaban de sus casas. En su comunidad, Gabriel Blanco es conocido como un vecino colaborador: los fines de semana, solía ofrecerse como voluntario para cualquier labor que hiciera falta, como pintar la cancha o podar las plantas de los jardines. Por eso les llamó la atención que los policías quisieran llevárselo, así sin una orden de detención, y trataron de impedirlo.
Sintiéndose apoyada, Diannet volvió a hablar:
—Mire, funcionario, esa barajita yo la tengo: dicen que se van a llevar a las personas para una entrevista y las dejan detenidas. Él no sale de aquí sin una orden.
La barajita de la detención arbitraria se repite mucho en Venezuela. A la misma Diannet le tocó un tiempo atrás, el 20 de mayo de 2017.
Ella y otras dos personas se encontraban en un apartamento que utilizaban para almacenar insumos médicos, barras energéticas, medicamentos antiácidos…suministros que entregaban a quienes participaban en las manifestaciones que ese año se masificaron en contra de la gestión de Nicolás Maduro.
Unos 25 funcionarios encapuchados, algunos portando armas largas, derribaron la puerta y entraron al apartamento. Sometieron a la fuerza a Diannet y a sus compañeros. Nunca les mostraron una orden de captura ni les permitieron llamar a sus abogados. Lo que sí hicieron fue quitarles los celulares. Todo eso sin darles una explicación ni las razones del arresto.
—Ahora van a conocer al diablo… —les dijeron cuando preguntaron a dónde los llevaban.
Los trasladaron a la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), en El Helicoide, un moderno edificio proyectado como un lujoso centro comercial en la década de los 50 que, a medio construir, con los años devino en prisión y centro de tortura del régimen de Maduro.
A Diannet le vendaron los ojos, le halaron el cabello, la golpearon y le daban corrientazos en diferentes partes del cuerpo. Todo eso mientras la interrogaban y le pedían que hablara sobre “sus amistades en la oposición”.
Mientras recibía esas torturas, en su casa se preguntaban dónde estaba ella. Después de tres días de intensa búsqueda, sus familiares supieron que estaba presa en una celda de 50 metros cuadrados que compartía con otras 26 mujeres.
Allí pasó meses sin ver el cielo, hasta una noche en la que se apretujó junto a sus compañeras para mirar la luna, asomadas a la pequeña ventana de la celda. También pasaba semanas sin poder asearse, porque no tenían acceso al agua. Solo les llevaban algunos tobos cada 15 días. Durante ese tiempo, aguantaba todo lo que podía las ganas de ir al baño, para no tener que hacer sus necesidades en bolsas plásticas.
Diannet exhaló un largo suspiro, haciendo un esfuerzo para alejar todos esos recuerdos que venían a su mente.
Trató de mantenerse enfocada en la escena que tenía delante: Gabriel seguía discutiendo con los funcionarios de la Dgcim y los vecinos intentaban defenderlo. A ella le temblaban las piernas, sentía un vacío en el estómago y tenía la impresión de que iba a desmoronarse en cualquier momento.
—¡Nos lo vamos a llevar, sí o sí! —dijo tajante uno de los policías.
Oír esas palabras la hizo reaccionar con rapidez: se alejó unos pasos y comenzó a grabar un video donde se identificó como defensora de derechos humanos y esposa de Gabriel Blanco, quien estaba a punto de ser detenido arbitrariamente.
Le escribió al periodista y ciberactivista Luis Carlos Díaz para que la ayudara a difundir la denuncia por Twitter. Llamó a otros defensores de derechos humanos y a la expareja de Gabriel, que se puso en contacto con fiscales del Ministerio Público.
Marino Alvarado, coordinador de Provea, la organización de derechos humanos en la que trabaja Diannet, llegó 15 minutos más tarde y se presentó ante los funcionarios de la Dgcim como abogado de Gabriel. También se acercaron Lexys Rendón, activista y directora de la ONG Laboratorio de Paz, y un representante del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de la parroquia Coche.
Los dos policías no tardaron en pedir refuerzos.
Aquella calle del suroeste de Caracas parecía el set de una película de acción: llegaron varias camionetas pickup llenas de funcionarios. Diannet no los contó, pero pensó que eran demasiados para detener a una sola persona.
A la 1:45 de la madrugada del viernes 7 de julio llegó a sus manos la orden de aprehensión por los delitos de asociación para delinquir y conspiración.
Y entonces, finalmente, se llevaron a Gabriel.
Los vecinos todavía estaban ahí. Algunos se sumaron a la caravana en la que ella y sus familiares más cercanos salieron hacia la comisaría de La Quebradita, en San Martín, para confirmar que Gabriel realmente estaba allí, como habían indicado los funcionarios.
La posibilidad de que detuvieran a alguno de los dos era algo que la pareja ya se había planteado, sobre todo estos últimos años, cuando en Venezuela se ha incrementado la persecución a defensores de derechos humanos. De enero a diciembre de 2021, Cofavic —una organización que ofrece acompañamiento psicojurídico a víctimas de tortura, tratos crueles o desapariciones forzadas— documentó 215 agresiones entre detenciones arbitrarias y allanamientos contra activistas y miembros de organizaciones no gubernamentales.
Diannet y Gabriel se conocían de la Universidad Central de Venezuela (UCV), de donde ella egresó como licenciada en educación, él de trabajador social: ambos habían participado en el movimiento estudiantil, aunque entonces su relación no era tan estrecha.
Se hicieron amigos después de la universidad. Volver a encontrarse ayudó a Diannet en el proceso de retomar su vida. Unos meses antes, el 1ro de junio de 2018, ella había sido excarcelada con medidas sustitutivas de libertad, como parte de una orden del Tribunal Supremo de Justicia que benefició a 39 presos políticos. De nuevo veía el cielo, el sol, la gente en la calle y regresó con su familia. Pero seguía sintiéndose prisionera. No podía salir del área metropolitana de Caracas y pensaba que siempre la estaban vigilando. Entonces el equipo de Cofavic le brindó acompañamiento jurídico y psicológico, además de apoyarla con las consultas y exámenes médicos.
Así, poco a poco, comenzó a superar aquel período oscuro. No quiso volver a su trabajo en el Instituto de la Mujer, pues es un organismo del Estado. En cambio, regresó a la UCV, donde cursó la maestría en estudios de la mujer, que recién había culminado cuando fue encarcelada. Defendió su tesis, recibió su título.
Y se enamoró de Gabriel.
Los unió la determinación para trabajar en defensa de los derechos y las reivindicaciones sociales. Él venía de ser consejero de protección de niños, niñas y adolescentes, trabajaba en la Asamblea Nacional y también daba talleres en comunidades de Caracas. Para entonces, Diannet ya tenía tiempo trabajando en Provea, la experiencia que había vivido la impulsó a enrumbar su vocación para educar hacia la defensa de los derechos humanos.
Verse con un trabajo, un propósito y una pareja estable hizo que Diannet descartara la idea de irse del país. Decidió quedarse en Venezuela, aunque sabía que eso significaba estar en riesgo de ser perseguida y encarcelada nuevamente.
A pesar de que, en noviembre de 2020 un tribunal militar le concedió su libertad plena, siempre que hablaba con Gabriel de los peligros que corrían como defensores de los derechos humanos, llegaban a la conclusión de que ella estaba doblemente expuesta: por dedicarse a formar comités de voluntarios para visibilizar, denunciar y difundir ejecuciones extrajudiciales en comunidades pobres de Caracas, una actividad que el régimen de Nicolás Maduro criminaliza con frecuencia. También porque ya había estado presa por razones políticas.
Pero lo terminaron capturando a él, y desde ese momento, numerosos trámites ocuparon el tiempo de Diannet: contactar a los abogados para la defensa y pedir a las organizaciones de derechos humanos que se pronunciaran en contra de su detención arbitraria. Porque, aunque le mostraron una orden de captura, las pruebas de los supuestos delitos que había cometido Gabriel seguían sin aparecer.
Su esposo no fue el único que terminó en la cárcel esa primera semana de julio. La misma suerte corrieron otros cinco sindicalistas y dirigentes de Bandera Roja, un crítico partido de izquierda al que Gabriel Blanco perteneció hasta 2014 (ya no milita en ningún partido político, porque se lo prohíbe el código de conducta de la organización humanitaria para la que trabaja desde enero de 2021).
A los abogados defensores no les han dado acceso a los expedientes de los seis sindicalistas. Diannet imagina que al revisar los celulares de los otros detenidos, los policías dieron con el nombre de su esposo y eso les bastó para ir a buscarlo. En Venezuela, compartir un grupo de WhatsApp con alguien incómodo para el gobierno puede significar “asociación para delinquir” y “conspiración”.
Las acusaciones de la Fiscalía contra los trabajadores se contradicen y cambian constantemente. El último guion incluía reuniones con grupos de la guerrilla colombiana y planes para secuestrar a los padres de un alto funcionario… ¿las pruebas?, únicamente el testimonio de un personaje llamado Adalberto, un “patriota cooperante”, como el régimen llama a las personas que se dedican a espiar y delatar a quienes disienten.
—Mi esposo se ha asociado para defender los derechos laborales, a los niños, niñas y adolescentes y a las mujeres… ¿Acaso conspirar es darle talleres sobre derechos humanos a fiscales que atienden casos de violencia de género? —Diannet repite la pregunta en tono irónico cada vez que lo defiende.
El 9 de julio, Gabriel Banco fue presentado ante un tribunal de Caracas con competencia en terrorismo. Diannet y algunos familiares aún tenían la esperanza de que lo dejaran libre, pero la jueza ratificó que debía seguir preso. Desde entonces, su familia no deja de visitarlo en la sede de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) ubicada en La Yaguara.
—Los familiares de una persona privada de libertad también son presos.
Así le dijo a Diannet una tía suya, quien en 2017 viajaba cada semana de Guatire a Caracas para visitarla en El Helicoide. Ahora ella entiende mejor lo que significan esas palabras, porque desde que le tocó ser la defensora de Gabriel siente que está de nuevo en una prisión.
Aunque se ocupe de numerosas diligencias, aunque camine por la calle o proteste en una plaza con los familiares de los otros sindicalistas detenidos, una parte de sí está ausente, y vive pensando en su esposo, imaginándose junto a él.
Ahora cuando está acostada y extiende su mano hacia el otro lado de la cama, toca una camisa de Gabriel, que puso allí para sentir su presencia de alguna manera.
Como los dos siempre estaban ocupados, el tiempo que compartían se les hacía muy corto. Por eso, pensando en tomarse un respiro, unos días antes de que a su esposo se lo llevaran los funcionarios de la Dgcim, habían comenzado a planear un viaje a la posada de un amigo en Chuao, un pueblo costero del estado Aragua, en la región centro norte de Venezuela, conocido por sus playas y plantaciones de cacao. Esa escapada estaba pensada para celebrar el cumpleaños de Gabriel el 13 de julio.
Pero cuando llegó ese día no hubo sol ni playa ni el espacio para pasar unos días compartiendo juntos. El único viaje que hizo Diannet fue a la sede de la PNB en la Yaguara. Llevaba dos tortas. Bajito en su celda, le cantó el “cumpleaños feliz”, y después lo abrazó con fuerza.
Diannet se aferra a su fe. Como muchos guatireños, es devota de san Pedro Apóstol. Le enciende una vela blanca todas las noches para pedirle que con sus llaves abra la celda de Gabriel y lo libere; le agradece porque su esposo, que ha tenido tos y fiebre, pudo recuperarse con los medicamentos que le llevó, pero sobre todo le pide que él no tenga que pasar por las torturas y vejaciones que ella padeció cuando estuvo encarcelada.
Está segura de que el santo obrará el milagro, como hizo con ella. A cambio, le prometió que irá con Gabriel a la iglesia de Guatire, para agradecerle el favor recibido el próximo 29 de junio de 2023, día de su festividad.
En 2013, cuando la Unesco declaró la parranda de San Pedro como patrimonio cultural de la humanidad, fue el santo de Diannet el escogido para viajar a la sede del organismo en Azerbaiyán. Por eso, hace unos meses le pidieron que lo dejara un tiempo en la iglesia. Parte de su promesa es ir a buscarlo y encender una vela blanca, como lo hace cada noche antes de dormir. En ese momento repasa el itinerario de las cosas que hará con su esposo cuando él esté libre. Es su forma de darse fuerzas.
Primero irán a la iglesia, luego se llevarán el santo a su casa, donde dispondrán de un lugar especial para él. Después, Gabriel se reunirá con su familia para celebrar que ya no está tras las rejas.
Finalmente irán los dos a Chuao y a la Colonia Tovar, como cualquier otra pareja que disfruta de sus primeros meses de casados.