(03-04-2024) Hace unas semanas mi hijo de 15 años presentó una prueba de castellano de comprensión lectora sobre Doña Bárbara. Cuando le pregunté, como le fue, me dijo:
−Bien, comprendí todo el proceso socio político, solo no supe responder bien qué es el Realismo Mágico.
Intenté explicarle el realismo mágico como una forma de contar historias, una estrategia de quienes escriben, un género de la literatura. Así como la salsa, el merengue y el rap son géneros de la música, el realismo mágico es un género de la literatura y de la pintura, le dije. Luego, profundicé indicando que una de sus principales características es que las historias son cotidianas, pero con componentes fantasiosos, una mezcla entre lo real y lo mágico, por eso su nombre.
Le conté que el máximo exponente de ese género es Gabriel García Márquez. Le recordé que de niño leyó dos cuentos extraordinarios, el Barco Fantasma fue uno de esos, que él aún recuerda. También le dije que ese movimiento tuvo su apogeo en los 70′ y principalmente en Latinoamérica.
Le hablé de Isabel Allende y su libro sobre la esclavitud, La isla bajo el mar, que narra una historia que a la luz de los años parece fantasía, pero recoge mucha realidad de lo que fue el sistema de producción esclavista. Esta historia en particular, me atrapó porque me sentí en los años 1600. La descripción de Allende es perfecta para transportarnos a la historia. Me sentí viviendo en primera persona el relato. En el fondo, la realidad nos parece un poco menos inhumana y allí dotamos la novela del adjetivo «mágico», como eso que no es posible, esa parte de la historia que en la humanidad parece irreal e inaceptable o por lo menos, merece la pena que sea irreal.
Nuestra tierra latinoamericana tiene un sin fin de historias y realidades variopintas, matices infinitos, degradés constante. Somos personajes que vamos desde lo muy sensato hasta lo más procaz en un chasquido de dedos. Nuestros barrios son pintorescos, nuestra vida es contradictoria y nuestra política ni siquiera sé cómo adjetivarla. No cabe duda de que muchas veces es más caricaturesca que seria, tomando por seriedad el deber ser, ese que muy a nuestro pesar, nunca es.
Viaje #1
Lo cierto es que tuve la oportunidad de viajar a Bogotá, el principal escenario de las novelas de Gabriel García Márquez. He ido tres veces a esa ciudad. La primera vez tenía 22 años, no me había graduado aún como trabajadora social, para ese entonces la existencia no era una duda constante, una contradicción o un asunto que discernir. Aunque ya tenía un hijo, al ser mi primer viaje como adulta fuera de Venezuela, lo viví como turista. Lo disfruté desde la superficialidad y la banalidad. No hice análisis social de lo que vi o viví. La segunda vez fue en septiembre 2023. Ya mi mundo estaba teñido absolutamente de un pensamiento materialista e histórico. A todo le busco sentido y justificación, cosa que me hace sentir tranquila en medio de tanta adversidad. Intento, a veces sin lograrlo, comprender el mundo y sus múltiples determinaciones. La interrelación de todos los hilos que tejen la vida, que por momentos parece que la cabeza va a estallar de tanta intersección y contrariedad.
Viaje #2
Mi segundo viaje a Bogotá fue más o menos así: Detallar cada calle, cada estructura, ver edificios con enormes terminaciones góticas, luego edificios más geométricos, pero con decoraciones estilizadas al estilo Art Nouveau, me hizo sentir que estaba en Europa. Admirar la capital de Colombia como una ciudad con impronta moderna por su arquitectura, pensar en la Colonia y en la transculturización. La diferencia entre Cartagena de Indias y la cosmopolita Bogotá como procesos del desarrollo desigual del capitalismo y como parte de estar, a pesar de todo, en un país de la periferia capitalista.
Maravillarme con la existencia de un parque lineal, que se extiende entre tres avenidas, cruza la ciudad por unos 104.700 metros cuadrados, con ciclo vías, parque de ejercicios, ruta peatonal, parque para animales, repleto de altísimos árboles que te hacen respirar aire fresco y un caño que le atraviesa con un sonido que da la tranquilidad de la naturaleza en equilibrio con la existencia humana.
La muchedumbre con grandes gabanes negros, rojos, mostaza. Perros estilizados de todos los tamaños y razas, todos humanizados, limpios y protegidos, gente en bicicleta a donde voltearas. La autopista llena de carros último modelo o de carritos amarillos de taxi, uno tras otro, y un frío constante que me alisaba el cabello y me hacía brillar la piel.
Una ciudad encantadora. Pero con mi lógica de analizar todo, no podía dejar de preguntarme por qué humanizan a las mascotas. Cada edificio con balcones, se veían llenos de gimnasios verticales para gatos y perros, muchos comercios mostraban su amor por las mascotas y un letrero de «Pet Friendly» te invitaba a pasar con los peludos y yo solo me sorprendía. Igualmente, me sorprendió poder caminar hasta tarde y sentirme acompañada en el recorrido por la juventud que se ejercitaba a esas horas en los parques y gimnasios públicos y por las personas que acudían a las muchas tiendas abiertas 24 horas.
También vi el contraste entre el modernismo arquitectónico, las ropas lujosas por un lado y las personas hurgando en la basura cuando caía la noche y la multitud se dispersaba, por el otro. O el cuento del robo de celulares y las limitaciones de usar el Transmilenio (principal medio de transporte público), algo que establecía mi trabajo por seguridad.
En aquel viaje, una de las cosas que más me impresionó fue pasar por la avenida Caracas, una de las principales arterias viales de la ciudad, cruzando con la calle 55, en la zona La Playa. Es la cuadra de los Mariachis. Trabajadores de la música en lógica informal, buhoneros de las canciones mexicanas. Ofrecen sus servicios a cualquier hora. Los puedes ver en las noches y, al parecer, son aún más a esas horas que lo que yo vi a las tres de la tarde. Están vestidos con sus trajes blancos y botones dorados o trajes negros y azul rey. Con tarjetas de presentación. A la espera de una contratación. Fue realmente sorprendente.
Podríamos escribir un cuento de realismo mágico sobre un venezolano que emigró, que sabe tocar guitarra y encontró en la música mexicana un lugar decente con el cual ganarse la vida, que sale cada día a trabajar a las 6 de la mañana y vuelve a su casa agotado, de madrugada, a dormir unas cuatro horas para retomar su jornada de autoexplotación. En esas 20 horas de trabajo puede que consiga dinero para la comida o puede que no, porque la ley de oferta y demanda aplica al pie de cañón en esa cuadra de músicos.
En esas noches de agobio, cuando no sabes si el día y la noche mueren sin alcanzar lo mínimo para volver al día siguiente al trabajo, se alteran las emociones y cuando llega un posible cliente, todos corren a su acecho como carroñeros muertos de hambre. Y nos parecerá fantasía aquella cruda realidad. Es, realmente, mucha más realidad que fantasía, aunque nos duela en el alma. Fue el más vivo recuerdo de esta segunda visita a Bogotá.
Viaje #3
Este marzo 2024 volví a visitar al hermano país. Esta vez la viví más profunda. Menos superficial, principalmente, porque al llegar, las historias de robo y delincuencia fueron más, las alertas de cuidado estridentes y las normas de seguridad muy estrictas. Una compañera de trabajo había sido víctima de robo una semana antes. Además, en la radio alertaban del incremento del delito, de la molestia colectiva, de la organización comunitaria para defender a las víctimas y gritar a la autoridad que detengan a los malhechores. En ese torbellino de fragilidad existencial, en un país que no era el mío, aunque sea hermano, en el que la vulnerabilidad se acentúa por desconocer el funcionamiento de todo, opté por quedarme en el hotel el primer día.
El segundo día tocó hacer lo que me había llevado a Bogotá. Trabajar. Visitar actividades y valorar el nivel técnico de la implementación. La primera experiencia fue gratificante en términos técnicos. Aunque, frente a la masiva migración venezolana, todo lo que tenga que ver con pobreza, necesidad y vulnerabilidad en los países receptores de la migración venezolana, la atención suele estar dirigida, casi exclusivamente, a nuestro pueblo.
Y allí las vi, mujeres todas. Un solo hombre que era colombiano. Bonitas, risueñas, embarazadas, vulnerables, pero echadas para adelante. Me sentí agradecida de lo que vi como acción, calidad, reconocimiento de los derechos humanos, estrategias para confrontar la xenofobia, ideas para recibir protección. Aunque uno no es migrante, la migración se siente como propia.
De allí salimos a otro espacio de trabajo. No sabía a dónde iba, me dejaba guiar. Realmente no conocía nada. Avanzamos unos 10 minutos. Bogotá es un caos vehicular a toda hora. Una taxista me dijo: un día saldremos a la calle y nadie podrá moverse de tantos carros que hay en las calles. Así que en 10 minutos no fue mucho lo que avanzamos. Pero la ruta comenzó a variar. Las estructuras de los edificios eran distintas. Ya no era agradable a la vista, no todo estaba pintado, los grafitis se veían en cada pared. Las personas cargando carritos metálicos con termos de colores. Otros con tarantines vendiendo bolsas. Edificios abandonados. Basura en las aceras. Me dijeron que esa era otra zona de Bogotá, no tan bonita. Allí es donde se concentra la mayor necesidad y es por cierto, dónde llega la población migrante venezolana.
Tolerancia
Santa Fé es el nombre del sector al que fui, y la calle se llama Tolerancia. Comencé a ver galpones de todos colores, imagina una calle de talleres mecánicos, pero sin carros ni mecánicos. En cambio, había mujeres de todos los tamaños, contexturas, nacionalidades. Una al lado de la otra, unas con minifaldas, maquilladas, peinadas. Otras con mallas transparentes nada más. Mostrando totalmente la desnudez de sus cuerpos, ofreciendo la mercancía. Y apenas eran las 10 de la mañana.
Fueron por lo menos tres cuadras de ver, unas tras otras mujeres, exponiendo sus cuerpos en el duro frío de Bogotá. Me contaron que hay (porque es el presente y no un recuerdo) cuadras para venezolanas, otra para colombianas, una para personas trans. Hay chicas de todas las edades. Hay sitios en donde están encerradas en una jaula y se muestran a través de las rejas. Pasan el día allí, a la espera de hacer 10 o 20 mil pesos que les permitan pagar la noche de habitación. Un negocio que funciona a todas las horas del día.
En mi visita laboral a esa comunidad, logré conversar con mujeres venezolanas migrantes que viven por allí, que trabajan al día, que no siempre tienen para pagar la habitación, que sufren violencias por la dependencia económica con sus parejas. Mujeres venezolanas que todas tienen lo mismo en mente, aunque hayan llegado hace dos meses, hace dos años o hace siete. Todas quieren ahorrar y volver a su país.
De este viaje a Bogotá, la calle Tolerancia fue lo más impactante. Un golpe de realidad en el rostro, sin que nadie me hubiese advertido. Fue entender objetivamente todo lo que leí e investigué sobre la trata de personas con fines de explotación sexual. Leer no es igual que ver. No es lo mismo. Sus cuerpos expuestos y violentados socialmente quedaron grabados en mi retina. Es la degradación de la humanidad, a los ojos de todos, aceptado por todos, naturalizado por todos.
Pregunté si estaba permitido y me dijeron que sí. Hay encargadas y encargados de los locales. Ellas deben pagar por estar ahí y el resto les permite medio vivir. No hay sanción ni autoridad que controle esa violación al derecho y a la dignidad.
En el día, por la zona, llega gente (hombres) de todas las clases. Algunos pagan taxis que les sirven de seguridad, los llevan y los esperan. Definen cuántas mujeres estarán con ellos: una, dos, tres. Definen las edades, la raza. Es como ir a un supermercado y hacer inspección de las frutas, si están maduras, frescas, etc. La expresión más nauseabunda del sistema capitalista. La explotación más atroz, incluso siendo autoinfligida porque, a fin de cuentas, ninguna hubiese elegido ese trabajo si hubiesen tenido otras opciones. Están sometidas a la necesidad de seguir viviendo. Al final, es como la fábula de la libertad del Estado moderno, que no es libertad ni nada similar.
Es un negocio en el que también aplica la ley de oferta y demanda. En este caso, la magnitud de la oferta, las largas jornadas de trabajo, dan cuenta de ser un negocio vivo, vigente, constante y solicitado. De altísima plusvalía. Me contaron que hay lugares en los que incluso no hay ventas de alcohol, para que en las “casas de bien”, las esposas no se percaten de que sus compañeros hicieron uso del servicio de mujeres que están en situación de esclavitud moderna. Una esclavitud antigua, cotidiana y diáfana, en la calle Tolerancia.
Obviamente, el nombre del sector impresiona por el contraste. Allí, justo es donde se ven las condiciones de vida más precarias, la necesidad más urgente, el borde de la muerte a milímetros, segundos, allí en donde la gente pasa más trabajo y siente más directamente la explotación, allí entonces decidieron llamarle Tolerancia. Un eufemismo de la crónica latinoamericana.
La Tolerancia del Gabo
Cuando llegué a casa, devastada, y lo conversé con mi compañero, me recomendó leer «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada». Y así hice.
Qué fuerte. Eréndira, la pobre adolescente que describió Gabriel García Márquez hace 50 años, yo la vi repetida en todas las mujeres que estaban en Santa Fe de Bogotá. El dolor que se describe en el cuento, lo sentí todo el día después de pasar por esa calle, aunque de la impresión no logré fijar mi mirada en la mirada de ninguna de ellas. Quizás la pena, la vergüenza ajena, la rabia de saber que la sociedad es tan cruel que asume con naturalidad una esclavitud modernizada, me impidió cruzar miradas con ellas. Alcancé a ver sus piernas desnudas y nada más. Y fue suficiente. No hizo falta ver más allá.
Leer la historia del gran escritor colombiano, fue sentir la vida de esas mujeres en la piel de Eréndira. Y encontrar a la abuela desalmada en cada usuario de sus servicios de manera directa, o en cada mujer y hombre que las explota, pero de manera velada en una sociedad que tolera esa manifestación de la explotación. Una sociedad que ignora, que voltea la mirada o que solo ve a las piernas para no sentir la deshumanización, la tristeza y el dolor en sus rostros, en la mirada pérdida, en el corazón destruido por la desesperanza y por la injusticia. La tristeza y resignación de la certeza de que la cosa -para ellas-no va a cambiar.
Ese realismo mágico del Gabo, que no es mágico un carajo, es real absolutamente, es el realismo de nuestra miseria humana. Es más una crónica de lo que somos. La crónica del mundo contemporáneo, de la política de los corruptos, del poder de los desalmados, de cómo se corrompe la existencia y nuestros pueblos latinoamericanos van aprendiendo a vivir con ello, a naturalizar lo inhumano, a deshumanizar a la humanidad y en contraposición humanizan a las mascotas. El mundo al revés. Lo de realismo mágico ha sido solo un eufemismo para matizar la miseria, para hacerla literatura.
El realismo mágico de García Márquez y de plumas latinoamericanas, fue en realidad una estrategia de denuncia social frente a las peores expresiones del sistema capitalista. Así como hoy, ante la idea de que esa realidad tan dolorosa no tiene una salida pronta, ante la respuesta firme de que es un negocio peligroso y que es muy difícil atenderlo, ante el sorteo de la gente para pensar que es una realidad impenetrable, escribo y describo lo que vi. Describo lo que sentí y lo que me genera esa “Tolerancia” humana ante el dolor ajeno. Pero pienso en las maneras de meternos, de atender esa expresión de la esclavitud, así como pienso cada día en las alternativas para ir a la raíz del sistema y transformar la deshumanización. Creo que es posible “hacer más humana la humanidad”, estoy convencida y es esa mi apuesta.