Fuente original: La Silla Vacía. Opinión AI Colombia Venezuela Nastassja Rojas- En septiembre de 2019, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas creó laMisión internacional independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela. El mandato respondía a un escenario muy complejo: investigar violaciones graves de derechos humanos en un país que había cerrado las puertas a todo escrutinio internacional. Relatorías Especiales impedidas para entrar, funcionarios del Alto Comisionado hostigados, organizaciones de la sociedad civil criminalizadas y expedientes oficiales manipulados o inaccesibles.
Frente a ese cerco, la Misión asumió una tarea que parecía imposible: documentar ejecuciones extrajudiciales, torturas, desapariciones forzadas, violencia sexual y detenciones arbitrarias sin pisar el terreno. Seis informes después, sus hallazgos son categóricos: lo que ocurre en Venezuela no son excesos aislados, sino parte de una política de Estado cuyos patrones sistemáticos configuran crímenes de lesa humanidad.
Es por ello que la metodología de la Misión es, en sí misma, uno de sus mayores aportes. El punto de partida fue la adopción del estándar de prueba de “motivos razonables para creer”, utilizado en investigaciones internacionales de Naciones Unidas. No se exige certeza absoluta, sino un conjunto coherente de evidencias diversas y fidedignas que lleve a una persona razonable a concluir que un hecho ocurrió.
Con ese marco, la Misión desplegó un trabajo extraterritorial, reunió cientos de entrevistas a víctimas, testigos y familiares dentro y fuera del país; examinó videos y audios obtenidos en teléfonos móviles; utilizó imágenes satelitales para verificar lugares de detención y represión; analizó documentos oficiales filtrados y peritajes forenses independientes. El informe de 2025 reporta 237 entrevistas y 364 elementos de evidencia analizados a pesar de la ausencia de cooperación estatal.
Lo más llamativo, además de las cifras, es la brecha entre recursos y resultados. En distintos momentos, la Misión trabajó con apenas dos investigadores permanentes y asesoras de género temporales. Aun con esas limitaciones, sus informes han sido reconocidos como insumos de valor judicial por la Fiscalía de la Corte Penal Internacional y procesos de jurisdicción universal en otros Estados. En otras palabras, demostró que un régimen blindado no es inmune al escrutinio internacional, si se aplican técnicas rigurosas y creativas.
La metodología incluyó también un fuerte componente ético, entrevistar a víctimas de tortura o violencia sexual en un entorno de miedo extremo exigía protocolos de confidencialidad, seguridad digital y acompañamiento para evitar la revictimización. Documentar no era solo recolectar información, sino construir confianza en contextos donde la palabra puede costar la vida.
La perspectiva de género ocupó un lugar transversal. Aunque el financiamiento solo ha permitido contar con asesoras temporales, la Misión priorizó la identificación de patrones de violencia sexual y reproductiva que suelen quedar invisibles, desde abortos forzados hasta separación de madres lactantes de sus bebés.
El legado metodológico es invaluable. La Misión probó que es posible documentar crímenes graves en países cerrados, siempre que se combine triangulación probatoria, innovación técnica y compromiso ético, marcando un importante precedente.
El repertorio de violaciones sistemáticas
Los informes son consistentes en describir un repertorio constante de violaciones que, combinadas, configuran una política de Estado. Desde 2020, la Misión documenta cómo las detenciones arbitrarias se convirtieron en herramienta de control social. Personas detenidas por protestar, por opinar en redes sociales o por vínculos familiares con opositores. En 2022, la llamada “operación Tun Tun”, allanamientos nocturnos en domicilios, se consolidó como práctica rutinaria. Tras las elecciones de 2024, se produjeron más de 2.200 detenciones, incluidas al menos 218 de niños, niñas y adolescentes.
A ello se suma la desaparición forzada, entre 2020 y 2022 predominó la modalidad de corta duración contra opositores y militares disidentes. En los años siguientes, la práctica se masificó. Cientos de personas permanecieron incomunicadas por semanas en centros clandestinos. La incomunicación prolongada es más que una irregularidad, es una estrategia para quebrar psicológicamente tanto a la persona detenida como a su familia.
La tortura es un método pedagógico del terror, en todos los informes se repiten testimonios de descargas eléctricas, asfixia con bolsas, golpes y amenazas a familiares. En el informe de 2022 se mencionan cámaras de tortura como “El Tigrito” y “Saturno”. Y el informe de 2025 documenta muertes bajo custodia resultado de negligencia deliberada y malos tratos. La Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM) y el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) aparecen de forma reiterada como responsables directos de detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas de corta y larga duración y torturas.
Desde el inicio, la Misión señaló a las fuerzas de seguridad por ejecuciones presentadas como “enfrentamientos”. Entre 2014 y 2019, miles de muertes fueron atribuidas a las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana (FAES). Aunque las autoridades del Estado anunciaron su disolución, el patrón continuó y en los siguientes años las ejecuciones se concentraron en protestas postelectorales, muertes por disparos a corta distancia en cabeza, tórax o abdomen.
Las condiciones de reclusión funcionan como extensión de la represión: hacinamiento, alimentos en descomposición, acceso limitado a agua y pérdida de hasta 20 kilos durante la detención. Entre 2024 y 2025, la Misión documentó extorsión institucionalizada, pagos de hasta 50.000 dólares por beneficios o liberación, y coerción sexual ejercida por custodios a cambio de llamadas o visitas.
El cierre del espacio cívico ha sido otro componente central de esta política de Estado. Desde 2020, la Misión documentó cómo el régimen venezolano restringe la libertad de asociación y expresión mediante leyes ambiguas y punitivas, vigilancia, hostigamiento judicial y campañas de estigmatización. La arremetida alcanzó un nuevo nivel con la Ley de Fiscalización de ONG y la Ley Constitucional contra el Bloqueo Imperialista, normas que otorgan al Ejecutivo la potestad de sancionar o disolver organizaciones críticas. El resultado es un ecosistema asfixiado, medios independientes cerrados, defensores de derechos humanos criminalizados y detenidos.
Violencia sexual y de género
La Misión ha sido categórica, la violencia sexual en Venezuela es un engranaje de la maquinaria represiva. Desde el inicio de su mandato en 2020, aparecieron testimonios de desnudez forzada y amenazas sexuales durante los interrogatorios, pero lejos de detenerse, el patrón se expandió y sofisticó. Para 2022 y 2023, se multiplicaron los casos en los que mujeres y adolescentes fueron obligadas a mantener relaciones sexuales a cambio de favores mínimos, como poder llamar a un familiar, recibir comida o prometer una liberación.
En los informes de 2024 y 2025, se expone cómo la violencia sexual lejos de ser instrumento marginal es un pilar estructural del sistema de represión. Los informes más recientes documentan prostitución forzada en centros de detención, requisas invasivas que se convirtieron en rituales de humillación, violencia reproductiva contra mujeres embarazadas y la separación forzada de madres lactantes de sus hijos.
En los testimonios figuran abortos forzados, negación de atención médica en embarazos e incluso, casos en los que funcionarios decidían sobre la vida o la muerte de un feto como mecanismo de castigo. La maternidad, la lactancia y la sexualidad son tratadas como armas de guerra política. El mensaje es claro: quien se atreva a desafiar al poder no solo arriesga su libertad, sino también su cuerpo y sus vínculos familiares.
El aporte de la Misión ha sido ubicar este fenómeno en el centro del análisis, a pesar de contar con pocos recursos y con asesoría de género intermitente. Su conclusión es inequívoca, la violencia sexual en Venezuela constituye un crimen de lesa humanidad. El hallazgo es demoledor porque deja al descubierto algo que muchos prefirieron ignorar, subordinando las luchas por los derechos de las mujeres a la ideología. Los cuerpos de las mujeres se han convertido en campo de la represión.
La represión que traspasa fronteras
El último año marcó un nuevo punto de quiebre. La represión venezolana dejó de ser solo un fenómeno interno y se proyectó al ámbito internacional. La Misión documentó la detención arbitraria de entre 120 y 150 personas extranjeras de 29 nacionalidades, la mayoría capturadas en zonas fronterizas, por la Guardia Nacional, el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (SAIME) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Ninguno de estos arrestos fue notificado a las autoridades correspondientes, ni se permiten las visitas consulares, en abierta violación de la Convención de Viena.
Más que un exceso, se trata de una estrategia calculada. El Estado venezolano ha empezado a instrumentalizar la detención de extranjeros como herramienta de presión diplomática. Al privar de libertad a ciudadanos de terceros Estados, los convierte en piezas de negociación, en rehenes de una política exterior basada en la coerción. Así, la represión deja de ser un mecanismo de control social interno y se transforma en un recurso de política internacional que pone a otros gobiernos frente al dilema de ceder ante exigencias o asumir los costos de lo que se vería como desentenderse de su propia ciudadanía en riesgo.
El laboratorio de represión que amenaza con exportarse
Los seis informes de la Misión dibujan una radiografía inapelable e indefendible. En Venezuela se cometen crímenes de lesa humanidad como parte de una política de Estado, que además no se ha mantenido estática; ha demostrado ser adaptable, especialmente rentable y potencialmente exportable.
El aparato represivo venezolano opera con recursos a la mano y resultados máximos. La combinación de jueces sometidos, cuerpos de seguridad leales y cárceles que funcionan como espacios de tortura, extorsión y violencia sexual ha permitido reprimir la protesta, desarticular organizaciones y mantener a la población bajo un miedo constante. Se trata de una represión “barata” en lo operativo, pero muy eficaz en el control político y social.
La detención de ciudadanos de otras nacionalidades demuestra que el Estado venezolano no duda en usar personas extranjeras como rehenes diplomáticos. Es un salto cualitativo que convierte a la represión venezolana en un desafío no solo nacional sino internacional. El laboratorio ya no se limita al territorio nacional. Está diseñando fórmulas que pueden ser imitadas por otros regímenes autoritarios, fascinados por su bajo costo y su alto rendimiento político, sin mencionar en estas líneas la altísima preocupación sobre la represión transnacional.
Sin una respuesta firme y coordinada de la comunidad internacional, este modelo puede exportarse con facilidad. Si se normaliza en Venezuela, otros gobiernos encontrarán en él un manual operativo para sofocar disidencias, controlar sociedades y negociar con la libertad de las personas como moneda política.