La bomba de tiempo de la migración

El éxodo de latinoamericanos hacia Estados Unidos, acelerado por la pandemia, ha llevado a una crisis sin precedentes. Un problema más para un atribulado Biden, que sigue con el fantasma de Trump a sus espaldas.

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En el Salón Oval de la Casa Blanca el presidente Joe Biden cavila sobre la bomba que le explotó en las manos sin que él la haya activado: Afganistán. La exitosa y veloz ofensiva de los talibanes, seguida de la caótica salida de las fuerzas estadounidenses del aeropuerto de Kabul, le recordaron a muchos el desastre de Vietnam. Pero mientras los ojos del gobierno permanecen fijos en un país del que lo separan 7.400 kilómetros, otra bomba, esta de tiempo, lo amenaza justo en su patio trasero: la frontera con México.

Los reportes de prensa hablan de que allí este año los arrestos de migrantes indocumentados que intentan cruzar hacia Estados Unidos han llegado a cifras récord. Solo en julio 176 mil personas fueron detenidas por la Border Patrol, el mayor número desde el año 2000. Además, en lo que va de 2021, las patrullas fronterizas rescataron al menos a 9.000 personas deshidratadas o en riesgo de muerte, cuando en todo 2020 habían sido unas 5.000.

Estas cifras demuestran que el problema migratorio se ha agravado como nunca en lo que va del siglo. Y han puesto a la administración Biden en una rara paradoja: revivir las políticas de intolerancia y mano dura que su antecesor, Donald Trump, impuso como un sello de su gestión.

A fines de agosto la Corte Suprema le ordenó reactivar la política de inmigración de la era Trump conocida como “Permanecer en México”. Este programa, suspendido por Biden, obliga a los migrantes a quedarse en ese país mientras esperan por sus citas de asilo en las cortes de Estados Unidos.

Así, a menos de un año de asumir la presidencia, la política “blanda” del demócrata, que había prometido acelerar la naturalización de indocumentados, empieza a resquebrajarse. Justo cuando los motores de la economía estadounidense se han encendido a todo ritmo tras el freno de la pandemia, Biden ve cómo dos fracasos en la política exterior (Afganistán y las migraciones) rompen su idilio con la clase media que lo llevó a la Casa Blanca.

Para intentar revertir la grave situación en su frontera sur, que incluye el drama de los niños separados de sus padres y el combate a los traficantes de personas, el presidente apeló a dos figuras: una muy cercana, Kamala Harris, y la otro algo más lejana, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). La vicepresidenta viajó a México y Guatemala en julio para comprometer a esos gobiernos a contener a los migrantes. “No vengan”, les dijo después a los desesperados que no temen someterse a todo tipo de abusos y penurias con tal de llegar al “sueño americano”. Sin embargo, por ahora esa advertencia no surtió efecto. Por eso, a finales de agosto el gobierno de Washington le pidió a su par mexicano despejar los campamentos que albergan a miles de migrantes en las ciudades fronterizas, porque atraen a bandas de narcotraficantes y a los omnipresentes “coyotes”.

En este difícil contexto se entienden las cifras de migrantes que hoy golpean a las puertas de Estados Unidos. Y mientras despliega la diplomacia con Kamala Harris en Centroamérica, Biden empieza a escuchar voces que le piden tomar medidas urgentes. “Va a tener que mostrarse más fuerte, demostrar que no es débil”, advirtió desde Washington Michael Shifter, presidente de Diálogo Interamericano, al diario La Nación, de Buenos Aires.

Citado en el mismo artículo, Benjamin Gedan, vicedirector del Programa de América Latina del Wilson Center, le aconseja a Biden aprovechar el desastre de Afganistán para reorientar fondos hacia nuestra región: “La salida no implica un retorno al ‘Primero Estados Unidos’ [de Trump] sino un reconocimiento de que hay mejores usos globales para los enormes recursos que el país estaba gastando en esa misión imposible en Asia Central”.

No es un secreto que la mayoría de las familias y los niños atrapados en la frontera provienen de Centroamérica, una región convulsionada este año por fenómenos políticos, sociales y hasta sanitarios. Allí está Haití, sumergida en el caos por el asesinato de su presidente y por un nuevo terremoto que agrava sus dramas sociales endémicos. Por eso el componente de haitianos en las actuales caravanas de migrantes es significativo, como ocurre en la ciudad de Tapachula (Chiapas)

“Es una bomba de tiempo, está llegando mucha gente de Haití”, cuenta Pedro Valtierra Anza, periodista mexicano que reporta sobre la crisis en esa ciudad fronteriza con Guatemala. Según el reportero, eso está generando una problemática muy fuerte porque las políticas de migración no los están dejando avanzar, sino que los están reteniendo con trámites que duran meses”. Lo dijo después de que entre 500 y 700 migrantes decidieron rebelarse y marchar juntos hacia el norte, lo que provocó choques con la Policía. Para Valtierra Anza, el gobierno de López Obrador está haciendo el “trabajo sucio” a pedido del de Biden, que “se lava las manos” con el tema.

La grave situación en Tapachula provocó la reacción de AMLO el domingo 29 de agosto. “Estados Unidos tiene que dar becas y permitir visas temporales de trabajo para centroamericanos”, reclamó el presidente de México. Es que además de Haití, otros países están aportando su diáspora. Las inéditas protestas contra el régimen cubano produjeron represión y expulsiones; en Nicaragua, Daniel Ortega persigue opositores y periodistas para limpiar su camino a una nueva reelección. Y El Salvador, Honduras y Guatemala, que integran el triángulo norte, tras la pandemia aceleraron la expulsión de los miles de desesperados que año a año miran a Estados Unidos como su salvación.

En este contexto Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano (MMM), organización que monitorea el problema, hace un análisis interesante: “La migración se ha vuelto una moneda de cambio de los gobiernos de los países de tránsito; un tema político, electoral y económico en los países de destino; y para los gobiernos de los países de origen, una oportunidad para tapar la desatención y el desgobierno”.

Figueroa pone el foco en México, donde con “políticas migratorias racistas, xenófobas y discriminatorias se crean ciudades cárceles como Tapachula, donde se encapsula a los migrantes”. Allí, explica, entran en juego el crimen organizado y los funcionarios cómplices que manejan un negocio de miles de millones de dólares: el tráfico de personas. Para el vocero del MMM, el crecimiento de las redes de coyotes es una de las causas del récord de migrantes. Y aporta un número alarmante: ocho de cada diez de esas personas son víctimas del tráfico. Cada una ha pagado entre 7 y 15 mil dólares a los traficantes, los únicos que pueden sortear las rutas militarizadas por las que circulan.

Mientras tanto, al norte de la frontera, donde la emergencia en el desierto afgano parece opacar la del texano, por ahora solo ven la solución de trasladarles el problema a los gobiernos del sur. “Este aumento que estamos viendo empezó con la última administración, pero es nuestra responsabilidad lidiar con él de manera humana”, declaró Biden el 24 de marzo. Lo hizo antes de anunciar ayudas financieras para Honduras, El Salvador y Guatemala y de darle a su vice la misión de frenar a los migrantes en los países de tránsito. Kamala Harris, a su vez, reconoció las “causas más profundas” que llevan a los desesperados a abandonarlo todo para atravesar lo imposible, rumbo a lo desconocido. La vicepresidenta finalmente lanzó su ya famoso “No vengan”, una frase que hasta ahora parece describir la única política migratoria que tiene a mano Biden antes de caer en las peores prácticas de su antecesor.

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